miércoles, 17 de agosto de 2011

"El callejón tristeza"

A noche, mientras me encontraba trabajando sobre mi escritorio y a la vez saboreaba un exquisito café de grano, pude percibir una cierta sensación de fatiga. Mis manos se debilitaban y bostezaba con frecuencia. Un pensamiento llegó a mi cabeza, ¿nostalgia?, no podía ser nostalgia, aunque se sentía igual. –Ya se pasará- pensé.

Continué escribiendo; ya quería terminar pues ya era tarde y al día siguiente tenía que ir a trabajar. Después de un rato decidí tomar un respiro, salir a tomar aire. Salí a mi terraza, en el segundo piso donde se encontraba mi mejor amigo dormido, “Pedro” mi perro; lo esquivé con cautela en mi caminata, lenta y silenciosamente, hasta topar con el barandal. Ese barandal color azul cielo, de rusticas talladuras circulares en los tubos, en el que me recargo para pensar. Desde ahí se puede apreciar una gran vista de lo que es el “Callejón Tristeza”.

A veces me siento horas mirando aquél callejón, observándolo cuidadosamente. Ahí se ve a la gente llorar todos los días; gente fría, triste, gente a la que jamás se le ha visto una sonrisa. Mientras lo observo suelo pensar -Pobre gente, sin amor, sin una razón por la cual vivir-. La gente de ahí son como cuerpos sin vida.

Estuve observándolo por un momento. Vi a un anciano llegar a su hogar, mientras abría la puerta se escuchó un ruido extraño, pero lo ignoró. Abrió la puerta lentamente y entró. A los pocos minutos volvió a salir, llevaba cargando en la espalda a un perro, muerto, desgarrado, repleto de sangre. Y se alcanzaba a ver el rostro del viejo con una lágrima escurrida, pero sin ninguna expresión en la cara.

Depositó el cuerpo de perro en el basurero y regresó. Cuando entró a su casa, al cerrar se escuchó un grito de lamento, un balbuseo: ¡¡¡Porr queeee’c, no ahms, pinch perrho!!!!, eso gritaba el viejo descargando su tristeza y desgarrando su espíritu. Gritaba y gritaba, incluso se escuchaban las rejurgitaciones moquientas de su llanto desesperado. Sus gritos se podían escuchar por todo el callejón.

-Es suficiente, esto me deprime- dije con un cierto tono débil de enfado, y enseguida me di la vuelta y le di la espalda al callejón. Encendí un cigarrillo, me senté en el piso. Comencé a sentir un pequeño “desperio”; -No otra vez- dije silenciosamente. Fué una expresión desesperada con aire de tristeza, algo trémula al salir de mi boca. Siempre el mirar ese callejón me hace recordar el gran calvario que hay en mi vida. No sé por qué esta vez fue tan fuerte el choque… no lo sé.

Después de unos cinco minutos me levanté y me fui a la cama, -Terminaré otro día- dije en voz baja, apagué las luces y recostado estaba viendo hacia el techo lamentándome, una vez más en voz baja.


Mario Tamez Hernández - 2009